Miquel Barceló, "Capotazo" 131 x 173 Mixta sobre lienzo
El año setentaytantos, poco después de la tardía muerte de Franco, una discusión contundente con un grupo de fascistas sobre carteles y paredes acabó llevándome al hospital meses después, para quitarme un fragmento de hueso de la mandíbula, que se había ido desencajando por culpa de la fractura producida por un cadenazo, fractura de la que no me había dado cuenta en el momento y que fue soldando de mala manera.
Me operaron, dejándome la mandíbula sin enganche óseo por un lado, pero en perfecto estado de funcionamiento para morder y cantar y cualquier cosa que quisiera hacer con ella. Desgraciadamente, tuve diez días de estancia en el hospital, con los maxilares sujetos entre sí con hilo metálico y atacado de aburrimiento hospitalario -que es un aburrimiento de los más tediosos- rodeado de enfermos cabizbajos y tan aburridos como yo.
Casi todos eran viejos aldeanos, a los que visitaban viejas aldeanas de acento quejumbroso y cara cubierta por pequeñas arrugas, la tez oscurecida por el sol excepto en la frente, donde la sombra del pañuelo dejaba, como una marca pálida, la muestra de la blanca piel original.
Una tarde en la que ya se habían ido las visitas, harto de leer sin ganas, acabé en una sala no demasiado grande, repleta de sillas orientadas hacia un anticuado aparato de televisión. Siete u ocho personas, algunas en pareja, contemplaban la retransmisión de una corrida de toros. Me senté yo también, para, por una vez, mirar durante más de tres minutos los capotazos del torero, el pesado tránsito de los picadores, a caballo de un animal acorazado, y los graderíos, entre cuyo público buscaba de vez en cuando el realizador a una sonriente y satisfecha guapa con peineta y mantilla que animaba el espectáculo - empobrecido y dulcificado a la vez por el blanco y negro de la pantalla- del animal opaco, boquiabierto y jadeante, de la lámina aún más negra -sangre negra y brillante como la tinta- que le iba cubriendo el lomo, del morro humedecido de donde fluían constantemente deprimentes hilillos oscuros.
Los paisanos miraban los capotazos y vueltas del torero sin entender nada. En el campo gallego al gente está hecha a entender de bueyes, vacas lecheras, terneros de mercado. Apreciarían más un matadero que una plaza, un carnicero habilidoso que un diestro enfundado en su circense traje de lentejuelas. Taciturnos, con la boca apretada, sin llegar a dar su opinión, si acaso alguna palabra suelta en su idioma sobre cualquier otra cosa, escuchaban la eufórica narración del locutor como escucharían el discurso del enviado del Gobierno Civil para inaugurar la fuente del pueblo: con paciencia y sin interés, sabiéndose socialmente inferiores y sabiendo que el discurso era una estupidez.
Pero, un momento: había un aficionado, más bien un entusiasta. Un hombre, bajo y ancho, con pinta de vendedor callejero de periódicos o golosinas, cuya piel tenía un tono moreno más profundo y que, de vez en cuando soltaba una exclamación laudatoria en castellano. Cada vez que lo hacía, remarcando la ejecución de un pase de pecho o la gallardía del torero en un desplante, echaba una ojeada furtiva a la concurrencia, buscando ansiosamente el efecto que producía tanto el lance que tenía lugar en la plaza como el ¡ole! que había emitido él mismo.
Nada. Los paisanos, algo intimidados por lo que parecía ser la presencia de un orate, se encerraban aún más en sí mismos, curvaban aún más su espalda, penosamente, dentro de las azules y tristes batas de hospital y no movían un músculo de la cara. Impertérritos, herméticos ante la supuestamente gloriosa ceremonia que se desarrollaba en el ruedo lo mismo que si fuesen grandes sacos de maíz colocados en hilera, producían una creciente y sorda irritación en el hombre del sur.
Pero cuanto más animosas eran las exclamaciones de este, mas incómodos se mostraban los campesinos, que tras un breve intercambio de miradas y una media palabra en voz baja, se iban levantando de uno en uno, o de dos en dos para desaparecer por la puerta. Cuando el maestro, en el círculo de albero, hacía revolar el almidonado capote en una verónica espectacular, saltaba el olé de rigor y una corta risita de placer de la boca del kioskero, que se revolvía en el asiento en busca de un compañero de disfrute. Lo que veía entonces le aguaba la fiesta. De nuevo, otro aldeano y su mujer escurriéndose en silencio, la cabeza gacha, hacia la anodina liberación del pasillo.
Su mirada acabó cruzándose con la mía. Al verme con un aspecto diferente, dedujo la posibilidad de haber encontrado a un copartícipe de su voluntariosa, casi pedagógica, felicidad taurina. Me dirigió, enarcando las cejas, un gesto de complicidad, al que yo, inevitablemente, respondí con una compasiva media sonrisa que pareció bastarle como confirmación de sus esperanzas. Ese diálogo mudo y momentáneo hizo que me sintiese casi obligado, por timidez, a permanecer allí mientras los campesinos escapaban, y a acompañar con un leve movimiento de cabeza las vivaces expresiones de experto que ya me dirigía directamente.
Al salir el último de los espectadores, el incomprendido amante de la lidia acompañò su marcha con una mirada de rencor asombrado ¿cómo podía irse ahora que iba a empezar la suerte de varas, ahora que el toro bravo se dirigía a empotrar ciegamente su cornamenta el el peto acolchado del tembloroso pero fiel caballo del picador, quien clavaría con ahínco el lanzón en el hoyo del lomo ensangrentado, para así demostrar su pericia y la bravura de la res?...¡Si ahora, con el toro amansado, era cuando el diestro iba a poder sacar sus pases más valiosos, llevándoselo como enganchado mágicamente a la muleta por el imán de su arte!
En fin...miró hacia mí con una expresión resignada en la que había un punto de satisfacción que quería decir..."Bueno, nos hemos quedado solos los entendidos" y pareció relajarse un poco. Pero yo no era entendido ni lo iba a ser nunca. De hecho el agobio y el sentido del ridículo estaban desplazando a la condescendiente actitud compasiva que había tenido que mantener a duras penas durante casi un cuarto de hora de volapiés, trajes de luces y babas de toro.
Me levanté, de la forma más natural que pude y le dirigí, de medio lado, una especie de monosílabo de despedida. Al salir, miré fugazmente hacia el andaluz. Había encogido el robusto cuello entre los hombros, desolado, y, frunciendo mohíno el hocico, miraba tercamente a la pantalla, con èpica deliberación, como si nos quisiese borrar con ello del universo a mí, a los paisanos, al hospital y al mundo, incomprensible y estúpido, de quienes no apreciaban el toreo.
4 comentarios:
No soy especialmente entusiasta de Antonio Muñoz Molina, pero hace un par de años escribió este artículo:
http://www.elpais.com/articulo/semana/Arte/matar/elpepuculbab/20080614elpbabese_6/Tes
Vaya, parece que hay algún problema con la dirección que he puesto en el comentario anterior. Si ahora pinchas sobre mi nombre, irás directamente al artículo.
A mí sí me gustan los artículos de Muñoz Molina -sus novelas, la verdad, las desconozco, casi no leo ficción- en particular los que dedca a las artes plásticas, mucho más interesantes que las ridículas críticas de arte propiamente dichas que se pueden leer en los periódicos. Él habla, precisamente, de la gente del pueblo de zonas donde hay afición taurina. En Galicia, la gente del campo está con Castelao: "¡Qué lástima de bois!"
En Galicia como hoy en Cataluña los toros son el ultimo vestigio latente de la brutalidad romana en los albores de Hispania cuando todo como hoy era pan y circo (hoy serà futbol), digo brutalida porque en desventaja queda el toro de por si afeitado, masacrado por el picador y las banderillas para finalmente despacharlo con espada y en defecto con despuntes a falta de tino ,la sangre los gritos las babas, y lo sanguinario deberian pararlo , pienso que es negoco de unos cuantos entre ganaderos, promotores y matadores. Saludos
Publicar un comentario