Ahora que hay crisis todos pensamos en el negro futuro. Aceptamos que su precio es someternos a la disciplina de la modestia y del ahorro, como aquellas abuelas que ovillaban cuidadosamente el cordón de los paquetes para usarlos en otra ocasión.
Pero, rencoroso como soy a mí se me da por pensar en el pasado. Ese pasado que poseía in ovo un futuro esplendoroso, de crecimiento y progreso, que no era solamente deseable, sino inexorable. Ante su potencia nos sometíamos a los festejos del despilfarro y la megalomanía.
Y me acuerdo, con gran cabreo, sobre todo, de aquella pareja de viejecitos -una de tantas- a quienes los planes del sector de la destrucción -ahora en crisis, gracias a Dios- arrojaban por la fuerza, a cambio de una indemnización ridícula, de su casa, en donde habían vivido sin meterse con nadie durante cincuenta años, para que una constructora privada levantara sin estorbos unas decenas de chalets cuya utilidad básica era la de servir de pivote a un negocio hipotecario cada vez más inflamado. En la residencia estarían mejor, los pobres viejecitos. Es el precio del progreso, del bien común.
El bien común: maridaje de la corrupción política y la barbarie del negociante. A los viejos se les largó de su casa, la burbuja hipotecaria se hundió con nuestra economía, las viviendas construídas están vacías y embargadas... Bueno, ¿Y ahora qué...¿derribamos los chalets que construyeron la actual catástrofe y devolvemos a los vejetes a una casa similar a la que les quitaron?...No, no, ya no se puede, la vuelta atrás es imposible; el progreso, amigos, no se detiene nunca. Y aquí no paga nadie. Bueno, si, claro los vejetes y las gentes del común. Como siempre, los habitantes del futuro.